Desde un
escenario paralelo, un mundo distinto o quizás desde lo que yo quisiera que
fuera mi vida, observaba una estación de un tren o de un metro, como si hubiera
querido vivir en otra época, en esa donde el amor era más trágico, más
sentimental, tal vez buscaba una tragicomedia que tuviera como resultado una
escena donde aparecen manos unidas no por el mundo físico, sino por el contacto
emocional.
Mi atención
se detuvo en una mujer que observaba a cada persona que bajaba del tren, como
llevando una gran cruz en su espalda, sin entrar en contacto con los otros
seres humanos, sin sentir, solo pensando en algo desconocido.
El frío de
aquella estación se iba apoderando de la mujer que yo observaba, los labios
quemados, su jean roto y sus converse desgastados por los caminos andados que
no habían llevado a ningún destino, solo habían conducido a una experiencia que
le dejó un corazón hecho pedazos que cada día intentaba volver a sentir paz, una
lucha que quizás jamás lograría ganar.
Esta mujer
no miraba a ningún punto fijo, pero de pronto decidió levantar su cabeza al
cielo y lo que yo observaba desde otro lugar era un maquillaje frío, en el que se
destacaba era un delineador negro fuerte, profundo y que hacía ver sus ojos
grandes y expresivos, un brillo sorprendente, quizás ese que uno puede ver
cuando todavía quiere y necesita creer.
Su blusa era
negra, seguramente en algún momento tuvo un dibujo estampado en ella, pero al
parecer los años habían corroído esta imagen, ahora solo se vislumbraba unos
visos blancos, dorados y hasta grises; una blusa sin mangas y donde se ven
todos sus tatuajes, sus brazos están llenos de color, diferentes figuras y
quizás sea su manera de identificarse o reencontrarse con ella misma, porque
constantemente los miraba.
Aunque en la
espalda se destaca uno de los tantos que la acompañan, sabe que la gente la
mira, pero no le importa, quizás ya no le importe, de repente, decide pararse
de la silla donde la llevo viendo sentada bastantes horas, agarra su libro, se pone
los audífonos, limpia sus lágrimas, dejando en sus manos las huellas de ese
delineador negro que hace un instante estaba casi intacto, agarra su bolso
color café y al mirar en su antebrazo su tatuaje de una pluma, escribe algo en
una hoja sucia; observa al cielo, respira, mira de reojo el tren o bus que está
decidida a abordar, vuelve a mirar hacía atrás, se detiene, suspira y lo
aborda, entendiendo quizás que es hora de partir a un nuevo destino. Otra
lágrima brota de sus ojos.
Yo la
observaba alejarse en ese tren, de repente, siento ganas de observar en dónde estoy
y descubro que mis manos están llenas de un delineador negro, que tengo los mismos
tatuajes, que llevo la misma blusa, jean y converse. Sí, esa que llevaba tanto
tiempo observando era yo, una mujer que quiere abordar el siguiente tren,
aunque algo la ata a un pasado. Otra lágrima brota de sus ojos.
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